La tía Filomena me llamó con voz agónica. Como presentí que la vieja estaba a punto de borrarme de la lista de sus herederos, corrí hasta su casa para atender la urgencia. Encontré a la vieja a punto La tía Filomena me llamó con voz agónica. Como presentí que la vieja estaba a punto de borrarme de la lista de sus herederos, corrí hasta su casa para atender la urgencia. Encontré a la vieja a punto de soponcio. Ella, que jamás suelta una mala palabra, cerró sus ojitos y exclamó.
– Imbecilillo. ¿Cómo te atreves a bautizar tu libro con semejante palabrota?
La vieja se refería a la Novela que este 8 de noviembre lanzo en la Feria Internacional del Libro de Miami, “Viva el Obispo ¡Carajo!”.
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Apenas organizaba mi defensa, cuando la veterana tía se abalanzó sobre mi pescuezo, me practicó una llave de lucha greco-romana, y me arrastró hasta el lavaplatos. A punto de estrangularme, contó -uno tras otro- los diez buches y sus respectivas gárgaras, que me obligó a hacer con detergente líquido.
– ¿Antes de bautizar tu novela, abriste el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española? Intenté responder pero sólo me salieron burbujas por la boca. – Claro tía. Pero los académicos de la lengua son unos tipos acartonados, almidonados, engominados y perfumados, que no se bajan del pedestal de su arrogancia a escuchar lo que la gente como uno, habla acá abajo. Pese a que “carajo” es palabra de uso común desde hace siglos, sólo ingresó a “su” Real Diccionario, en 1983.
– Pero es que suena fea.
– Mi profesor de latín me juró que el origen de “carajo” se remonta al latín “carassus” (una de las palabras con la que los simpáticos romanos se referían a ese órgano que todos los varones portamos de dotación, desde cuando nacemos). Mientras la vieja se persignaba a toda velocidad y, de paso, me abanicaba con un huracán de bendiciones, continué mi defensa. En España sonará mal la palabreja, pero después de 200 años de Independencia, ya no somos el virreinato que espera sumiso a que nos digan cómo diablos debemos hablar en Latinoamérica.
– Tía, en la Internet hay 4 millones y medio de páginas con la palabra “carajo”. No creo que la utilicen para expresar esa vergonzosa función genital que tu recalentado cerebro se imagina. – Te advierto -me amenazó la vieja- estás de candidato para una segunda sesión de gárgaras, pero esta vez con destapador de cañerías. Le expliqué que por alguna asociación con el “órgano aquel”, los marineros llamaron carajo al palo mayor de las embarcaciones de vela. Luego, con el tiempo, también denominaron con la misma palabreja a esa canastilla ubicada allá arriba -en lo más alto del mástil- donde se trepaba el vigía a otear el horizonte.
– Tía, trepar hasta la punta del carajo, era riesgoso, y permanecer allá, en las alturas era del carajo, provocaba nauseas, visión borrosa y deseo de guacarear. Cuando el capitán quería castigar a un marinero lo mandaba al carajo.
– Mi’jo, pero es palabra malsonante.
– Primero, la palabra “carajo” hace tiempo perdió su asociación genital. Segundo, ya nadie recuerda su asociación marinera. Y tercero, ya casi deja de ser palabra malsonante.
– ¿Cómo me lo pruebas?
– En América Latina todo el mundo entendería un aviso de publicidad que diga: “Viagra es del carajo”. Pero nadie entendería que “Viagra es para el carajo”.
Le expliqué, con ejemplos, que carajo es palabra inodora, incolora e insípida que se usa para toda ocasión, sea buena, mala, neutra, sublime, chocante o divertida.
– Mi’jo, pero también puedes decir: Viva el Obispo ¡Cáspita!, o Viva el Obispo ¡Caracoles!
– Tía, el efecto es tan torcido como ir a un evento político y gritar: Viva el presidente Bush ¡Recórcholis!
– Vete pa’l carajo -exclamó la tía, y me deportó de su casa.
(*) http://www.vivaelobispo.blogspot.com/
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REFLEXION:
Bajo ciertas circunstancias,
una palabrota puede proporcionar
más alivio que, incluso, rezar.
Mark Twain
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