Hace muchos años vivía en Venecia un mercader muy rico, que tenía un hijo único al que cuidaba con mucho esmero y dedicación, pues lo estaba preparando para que un día fuera el guardián de su grande fortuna y sostén de su vejez. No sólo le contrataba los mejores maestros, sino que siempre le proporcionaba abundante dinero para que el muchacho se comprara todos sus gustos. Siempre andaba el joven rodeado de amigos que le regalaban fácil la adulación y las alabanzas, con tal que él les soltara fácil la plata. Un día que andaba el joven en el mercado de la ciudad, charlando alegremente con sus amigos, de pronto se quedó helado, como petrificado. A unos pasos enfrente de él estaba la muerte, seria y solemne, y lo veía muy fijamente con una extraña mirada. Aunque el joven algunas veces había visto a la muerte muy de cerca, nunca le había visto los ojos, y menos la mirada que le vio en esa ocasión. Fueron unos segundos solamente, pero al joven le parecieron eternos.
En cuanto el temor y la sorpresa le dieron libertad de movimiento, corrió sin parar hasta llegar con su padre. Sus amigos nunca supieron lo que había pasado, porque ellos nada vieron; cuando lo alcanzaron, el joven ya le había contado a su padre lo que había visto: La muerte le había “echado la mirada”. Tenía miedo, temía por su vida. El padre vio el temor en su hijo y le creyó lo que decía. Llamó inmediatamente a algunos criados de confianza y ordenó que prepararan monturas y que acompañaran a su hijo hasta Milán, donde pasaría unos meses con su tío el Arzobispo.
Con toda rapidez emprendieron el camino y pronto el joven se notó calmado y hasta alegre, pues acompañado por fieles sirvientes tenía asegurado un viaje que podría ser de aventuras, comodidades y atenciones. Su padre quedaba tranquilo, porque estaba seguro que lo había salvado de las garras de la muerte.
Pero al día siguiente muy temprano se oyeron fuertes e insistentes golpes en la puerta de la quinta del mercader. Era uno de los sirvientes que habían salido con su hijo y regresaba herido a dar la noticia al señor. Cuando su hijo con los sirvientes se acercaban a una posada para pasar la noche, fueron atacados por una banda de bandidos que después de robarlos los mataron sin piedad. Todos habían muerto, menos él…
Enojado y acongojado el poderoso Señor comerciante mandó a sus criados a que fueran a buscar a la muerte al mercado donde su hijo la había visto. Después de mucho buscar, esperando no encontrarla, la hallaron pensativa, sentada en un rincón y la llevaron ante el Mercader.
–¿Qué has hecho muerte ingrata? Me arrebataste el único hijo que tenía. ¡Me hubieras llevado a mí, mi vida está terminada, él estaba empezando a vivir!.
–Yo no puedo llevarme a nadie que no me sea encomendado y tu hora no ha llegado todavía, ten por seguro que también a ti te llevaré, pero a su tiempo.
–Tú fuiste la culpable por haber asustado a mi hijo, si no hubiera tratado de escapar no hubiera muerto.
— Pero yo no lo asusté.
–Él te vio allí en el mercado. Corrió asustado y yo lo mandé a Milán para que se escapara de ti.
–No fue mi intención asustarlo. Simplemente me sorprendió mucho verlo en el mercado, me pareció muy extraño, pues yo sabía que él tenía una cita conmigo esa noche en un punto lejano de aquí….
El Padre ya no contestó, dio espaldas a la muerte y fue a sepultar a su hijo. Entendió que hay una cita que todos debemos de cumplir y a la que no podemos llegar ni antes ni después… Todos, sin excepción, ricos y pobres, niños y viejos, feas y bellas, inevitablemente estaremos allí en el lugar preciso, el día preciso y a la hora precisa.
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