Le tomó horas para acercarse al cenote a beber agua. Primero se colocó a decenas de metros, al pie de una ceiba, oculto entre el ramaje de los arbustos. Las orejas en vilo, sobre el ruido del viento y el vaivén de los árboles distinguía el llamado de un faisán y el canto de un cenzontle.
Como el cenote estaba vacío, se iba a acercar cuando una iguana se dejó caer de un árbol. Oculto e inmóvil, salvo los inmensos ojos café, vio al lagarto acercarse al agua dulce. Mientras aguardaba, miró su propia sombra en el piso, sin reconocer la forma de su cráneo ni las puntas de los cuernos que comenzaban a nacer.
Era un cervatillo que apenas aprendía a sobrevivir en la selva del Mayab, donde los peligros se multiplicaban. El mayor peligro eran los cazadores humanos, que apreciaban enormemente su piel tersa y blanca, luminosa casi como el día. Esa misma piel, que era motivo de orgullo por su belleza, era también su perdición, pues hacía que los venados fueran visibles a mucha distancia.
Por eso los venados eran los maestros de la precaución y el cervatillo esperó a que la iguana terminase de beber. Luego recorrió lentamente los metros que lo separaban del cenote, acercándose sin hacer ruido. Bebió con prisa. El agua estaba fresca y dulce, pudo sentir el sabor de la piedra mientras la bebía.
De repente escuchó el primer grito, seguido de una flecha que pasó rozándole una oreja.
Sentir miedo y correr fueron la misma cosa. Tomó rumbo hacia la ceiba donde había estado espiando pero un hombre le salió al paso. Por esquivarlo fue a dar a un recodo del río lleno de piedras húmedas. Allí perdió el equilibrio y cayó a una cueva que nunca había visto.
La caída libró al cervatillo de los cazadores pero el golpe hirió una de sus piernas, a la altura de la rodilla. Había huido de una muerte rápida a una lenta, encerrado, incapaz de trepar las paredes de la cueva. Aunque no estaba solo.
La cueva era el hogar de tres genios buenos que se compadecieron del cervatillo cuando vieron su dolor. Los genios limpiaron las heridas del venado y lo invitaron a reposar. Así pasaron unos días, hasta que recuperó la fuerza.
Llegado el momento de partir, a los genios se les ocurrió hacerle un obsequio a su huésped. Le dijeron que lo pensara bien porque podían concederle lo que quisiera.
-Lo que más deseo -respondió el cervatillo-, es que los venados estemos a salvo de los hombres. ¿Pueden hacer eso?
En respuesta, uno de los genios tomó un puñado de tierra del piso y lo echó encima del lomo del cervatillo. Otro de los genios colocó al venado bajo el único chorro de luz que entraba por el techo a la cueva y pidió al sol que fundiera los colores.
Entonces, el tercer genio dijo al cervatillo:
-A partir de hoy, tu piel y la de los tuyos será del mismo color que el Mayab. Podrás ocultarte en la tierra del ojo del hombre. Pero si un día el peligro los acecha, podrán entrar a las bocas de la tierra, igual que hiciste tú, y allí podremos protegerlos.
Así fue como la piel del venado adquirió el color café que hoy día conocemos.
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