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Los muertos sin nombre de Arizona

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ElPaís.com

Los restos de migrantes hallados en el desierto que separa Estados Unidos de México acaban en la morgue de Tucson, que hace todo lo posible por identificarlos

El pasado 2 de junio, en el desierto de Arizona, murió de cansancio Rody Roxana Matías Vásquez. Era de Huehuetenango, Guatemala, y tenía 23 años. Entre su ropa encontraron una imagen de la Virgen de San Juan de los Lagos, una pulsera roja con una flor, un collarcito negro y un trozo de agenda con dos teléfonos apuntados, junto a los nombres Laura y Wendy, quizá personas a quienes podía llamar cuando llegara a Estados Unidos. Está todo guardado en una bolsa de plástico en la morgue de Tucson, Arizona, bajo el nombre de Jane Doe 15-1426…

Ese fue el nombre provisional de Roxana Matías hasta que, con ayuda del Consulado de Guatemala y tras contactar a la familia, la autoridad forense de Tucson logró una identificación definitiva del cadáver. Afortunadamente, fue hallada gracias a la amiga que viajaba con ella. Al ser detenida, les dijo a los agentes de la Patrulla Fronteriza que la había dejado atrás y los llevó hasta el cuerpo. Más de un centenar de cadáveres al año hallados en el desierto no tienen quién les ponga nombre.
“Cuando alguien muere, lo normal es que se sepa quién es”, dice el director del instituto forense de Tucson, Gregory Hess. Lo que no es normal es que la morgue de una ciudad de medio millón de habitantes se encuentre sistemáticamente con una media de 170 cadáveres sin identificar al año desde hace 15 años. El año récord fue 2010, con 223 cadáveres de indocumentados recuperados del desierto. Desde entonces, las cifras han ido bajando poco a poco, al igual que otros indicadores de inmigración ilegal en los últimos cinco años. El año pasado fueron 107, tres de ellos menores de edad. Desde el pasado octubre hasta mayo van 25. La peor época empieza ahora.

De los 2.330 cadáveres recuperados desde 2001 en Arizona, Tucson ha logrado identificar al 65%. Más de 800 permanecían sin nombre a finales del año pasado, catalogados como Jane Doe o John Doe. Las cifras se dispararon cuando a finales de los noventa se reforzó la seguridad en la frontera en las zonas pobladas, lo que obligó a los emigrantes a buscar rutas más arriesgadas. “Esto se convirtió en un problema para esta oficina a partir del año 2000”, asegura Hess, “en respuesta a la seguridad en la frontera”. Por entonces, ni siquiera se catalogaban cadáveres como inmigrantes indocumentados. “El contrabando, de personas o de lo que sea, tiende a adaptarse a los cambios en la seguridad”. La gente pasó de cruzar por Tijuana o El Paso a pasar por el desierto.

Las cifras del condado de Pima son las más completas que se conocen en toda la frontera, donde la recopilación de estos datos. Las tareas de identificación varían de condado en condado, hasta el punto de que hay sitios que no tienen ni estadísticas. Pima, el condado con más muertos indocumentados, es el termómetro de lo que ocurre en la frontera. Esto se ha conseguido entre el instituto forense y varias organizaciones humanitarias surgidas a raíz del aumento de las cifras de inmigrantes. No More Deaths hace patrullas por el desierto para ayudar a los migrantes y les ayudan cuando se los encuentran. Tucson Samaritans dejan garrafas de agua en lugares estratégicos por donde pasan. Otra organización, Colibrí, es clave en las tareas de identificación, pues recopila información de denuncias de desapariciones y las coteja con los datos de la morgue. Colibrí tiene la base de datos más completa de migrantes desaparecidos en EE UU. “Nadie hace lo que se hace aquí”, asegura el cónsul de Guatemala en Tucson, Carlos de León.

Las herramientas en las que se apoya la morgue de Tucson para hacer este trabajo son variadas. Existe un registro nacional de personas desaparecidas (Namus) donde ponen la información básica del cadáver a ver si alguien identifica un tatuaje, una ropa, quizá las fechas en las que fue hallado. Cualquiera que no tenga noticias de alguien que iba a cruzar por Arizona puede consultarlo por Internet. Los consulados de México y países centroamericanos también ayudan a localizar amigos, familiares, a llamar a esos teléfonos que traen apuntados los inmigrantes. “A veces llamamos y nos cuelgan”, dice Hess. “Pueden ser otros inmigrantes ilegales que no quieren tener trato con las autoridades”. También se apoya en el registro de deportaciones, porque algunos ya lo habían intentado antes. “Hemos encontrado gente que había sido deportada, es decir, que sabía en lo que se metía”.

En los casos difíciles, se puede obtener el código genético de casi cualquier resto, pero se encuentran con el problema de la falta de bases de datos de ADN o registros dentales. “Ahora estamos trabajando con una mandíbula”, decía Hess una mañana de junio. Solo eso, no había nada más. Una mandíbula que un día le dio un beso a su madre, o a su hijo, y partió de viaje. Es normal que animales como coyotes o gatos monteses esparzan los esqueletos en un radio de cientos de metros a lo largo de los años, explica Hess. Es raro encontrar esqueletos completos.

La frontera entre Arizona (EE UU) y Sonora (México) es una línea invisible en medio de un desierto inhóspito. Es el lugar más peligroso para entrar ilegalmente, según la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. Aun así, decenas (¿cientos?) de miles de personas intentan caminar cada año por este mediterráneo de arena y cactus. La única referencia para saber cuántos son es el número de detenciones: 88.000 el año pasado. A principios de siglo superaban el medio millón al año. Es el primer año en lo que va de siglo que baja de 100.000. La comisaría de la policía de fronteras de Tucson, una especie de zona cero de la inmigración irregular, es la más grande de EE UU, con 4.300 agentes, lo que garantiza tener 1.400 permanentemente sobre el terreno vigilando estos 600 kilómetros de frontera.

Lo que hace especialmente peligrosa esta ruta es que apenas hay poblaciones a ambos lados. En Texas, la frontera la marca el río Grande, cuyo caudal también es muy peligroso. “Pero la diferencia es que al llegar al otro lado hay una casa antes de 100 metros”, explica el portavoz de la policía de fronteras, George Treviño. “Aquí cruzas el desierto y al otro lado hay más desierto”. Un migrante que salga del último lugar poblado al oeste de Nogales, Sonora, puede caminar hasta 100 kilómetros por el desierto antes de encontrar ayuda en Arizona.

El condado de Pima es un lugar donde el cartel “cuidado, serpientes de cascabel”, se puede encontrar hasta en los parques. En el desierto además hay escorpiones, arañas y lagartos venenosos, gatos monteses y coyotes. Como dice el cónsul De León, “en el desierto es tan peligroso caminar como pararse a descansar”. Y es tan peligrosa la noche como el día. Han encontrado personas con los dedos congelados como si estuvieran cruzando los Alpes.

“En el desierto necesitas 7 litros de agua diarios para sobrevivir y el tiempo mínimo para cruzarlo son tres días. No puedes llevar suficiente agua contigo”, explica el agente Treviño. La patrulla fronteriza de Tucson tiene un grupo de 50 agentes llamado Borstar (búsqueda y rescate) para asistencia humanitaria cuando les informan de que alguien está perdido. En el desierto han colocado 32 torres de rescate con una luz azul para que el inmigrante que quiera ayuda vaya hacia ellas y llame desde allí.

El caso de Rody Matías “fue de mucha suerte”, asegura el cónsul De León. El cuerpo estaba entero, había una persona que podía decir quién era y, lo más importante, fue capaz de llevar a los agentes hasta el cuerpo. Es una historia común: “Llegó en un grupo grande, no pudo aguantar caminando y el guía la dejó atrás. La ley del desierto es que el que no aguanta, se queda”. En el condado de Pima todos conocen demasiado bien esta ley.

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