En un bosque habitaba una familia de tres osos: el enorme Papá Oso, la Mamá Osa, que era de tamaño mediano y el bebé Oso. Los tres vivían en una acogedora casita en medio del bosque.
Ellos siempre comenzaban el día de la misma manera. Primero lavaban sus caras y sus patitas con agua limpia y jabón. Después tendían sus camas y se vestían para luego, bajar las escaleras para tomar un delicioso desayuno.
Cierto día, Mamá Osa preparó avena como desayuno. La sirvió y llamó a su familia para que vinieran a comer.
“¡Está muy caliente!”, exclamó el Bebé Oso, probando la avena de su plato pequeñito. “Es mejor esperar un poco a que se enfríe la avena”, dijeron Papá y Mamá Oso, después de probarla también.
Entonces, decidieron salir a dar un paseo mientras se enfriaba su desayuno. Mamá Osa llevó su canasta por si en el camino encontraban algunas moras para aderezar su avena.
No hacía mucho que los osos habían salido de su casa cuando por allí pasó Ricitos de Oro una niñita muy curiosa que había salido esa mañana a dar un paseo por el bosque.
Como había caminado desde temprano se sentía cansada. También tenía hambre, así que cuando la pequeña vio la casa, pensó que era el lugar perfecto para descansar. Se acercó a ella y tocó a la puerta, pero nadie contestó. Y olvidándose de las enseñanzas que sus padres le habían dado, abrió la puerta y entró.
Apenas dio unos pasos, Ricitos divisó una mesa. Encima, había tres tazones con leche y avena. Uno, grande; otro, mediano; y otro, pequeñito. Se le hizo agua la boca y su estómago comenzó a hacer ruidos. Entonces, decidió probar la avena.
Primero metió la cuchara en el plato grande de papá Oso. Ricitos de Oro tenía hambre, y probó la leche del tazón mayor. ¡Ufff! ¡Está muy caliente!
Luego, probó del tazón mediano de mamá Osa. ¡Brrr! ¡Está muy fría!
Por último probó del tazón pequeñito. ¡Mmm! ¡Está avena está deliciosa!, dijo, y en un santiamén se la comió toda.
Tras terminar, tenía ganas de descansar, así que fue a la sala y vio tres sillas azules: una grande, otra mediana, y la última era pequeñita.
Primero se sentó en la silla grande, pero ésta era muy alta. Luego, fue a sentarse en la silla mediana. Pero era muy ancha. Entonces, se sentó en la pequeña, ¡esta es perfecta!, sonrió. Pero Ricitos de Oro se sentó con tanta fuerza, que la sillita rompió.
Tras lo sucedido, la nena de pelo dorado sintió sueño, así que decidida subió las escaleras y encontró tres camas. Una, era grande; otra, era mediana; y otra, pequeñita. La cama grande la encontró muy dura. La mediana, le pereció igual y al final se acostó en la cama pequeña… Ah!, esta es perfecta! Y pronto se quedó profundamente dormida.
Al poco rato, los tres ositos regresaron a casa y enseguida se dieron cuenta que algo había ocurrido.
Papá Oso observó su plato y dijo con voz ronca: -¡Alguien ha probado mi avena! Mamá Osa miró el suyo y dijo con voz suave: “¡Alguien ha comido de mi avena! El Osito pequeño al ver su platito dijo llorando: ¡Alguien se acabó mi avena!
Los tres Osos se miraron unos a otros, sin saber qué decir. Como bebé Oso lloraba tanto, su papá quiso distraerle. Para conseguirlo, le dijo que no hiciera caso y que se fueran a descansar a la sala, donde cada uno tenía su silla. Así que se levantaron de la mesa, y fueron a la sala.
¿Qué ocurrió entonces?
Papá Oso dijo en voz muy fuerte: “¡Alguien se ha sentado en mi silla!”
Por su parte Mamá Osa también gruñó: “¡Alguien se ha sentado en mi silla!”
El Osito pequeño dijo muy alterado: ¡Alguien se sentó en mi silla… y la rompió en pedazos!
Siguieron buscando por la casa, y entraron en la recámara. Papá Oso dijo: -¡Alguien se ha acostado en mi cama!
Mamá Osa dijo: -¡Alguien se acostó en mi cama!
Al mirar la cama pequeñita, vieron en ella a Ricitos de Oro, y el Osito pequeño dijo:
-¡Alguien ha dormido en mi cama… y sigue ahí!
Aquella vocecita despertó a la niña, quien al ver a los tres Osos frente a ella, se asustó tanto, que dio tremendo brinco y salió volando de la cama.
Como estaba abierta una ventana de la casita, saltó por ella y corrió sin parar por el bosque hasta que encontró el camino de su casa.
Desde aquella ocasión, Ricitos de Oro nunca volvió a entrar en casa de nadie, sin antes pedir permiso primero… y menos comerse comida ajena!
Y colorín colorado, este cuento ha terminado!!
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