¿Qué dijeron? ¡ya nos liberamos de los ‘sermones’ disparatados del Lic. Vidriera! Pues no, señores señoras y puntos intermedios… Una cosa es que no trabaje de planta, por cuestiones de distancia, y otra muy diferente que deje de escribir en esta Revista que tantos favores me debe, digo, que tan bien me ha tratado y gratas satisfacciones me ha dado. De modo que sigue la mata dando… ¡Ábranla, que voy con mi hacha!
Un hombre sabio y santo tenía el grande deseo de encontrarse cara a cara con Dios para preguntarle cómo eran el cielo y el infierno. Un día se le concedió su deseo, aunque nunca supo si fue realidad o si fue un sueño.
Cuando hizo su pregunta, Dios sólo hizo una leve inclinación, como diciendo que entendía su curiosidad y, sin decir nada, llevó al hombre santo a dos puertas.
Abrió la primera y lo dejó que mirara muy bien lo que pasaba dentro.
Había una grande mesa redonda llena de fantásticos manjares, los platillos más suculentos y apetecibles, todos muy bien presentados. La variedad era tan exquisita que, nomás de ver, hasta al hombre santo se le hizo agua la boca.
Contrastando con la riqueza de los manjares, las personas sentadas alrededor de la mesa eran delgadas, pálidas y enfermas. Todos se veían hambrientos, tristes, desesperados.
Y es que todos tenían atados a los brazos unos
largos mangos que terminaban en cucharas con las que bien podían alcanzar todos
los manjares, pero como el mango de la cuchara era muy largo, no podía llevar
la comida a la boca.
El hombre santo tembló al ver su miseria.
Dios le dijo: “Acabas de ver el infierno”. Luego llevó al hombre santo a la segunda puerta.
La escena que vio el hombre era la misma que la anterior. Allí estaba la gran mesa redonda colmada de suculentos manjares. Las personas alrededor de la mesa también tenían cucharas con mangos largos. Sin embargo, no morían de hambre, porque cada uno tomaba el alimento del centro y le daba de comer a la persona que tenía en frente. De esa forma todos podían comer y disfrutar de aquel suculento banquete.
La escena que vio el hombre era la misma que la anterior. Allí estaba la gran mesa redonda colmada de suculentos manjares. Las personas alrededor de la mesa también tenían cucharas con mangos largos. Sin embargo, no morían de hambre, porque cada uno tomaba el alimento del centro y le daba de comer a la persona que tenía en frente. De esa forma todos podían comer y disfrutar de aquel suculento banquete.
Todos se veían felices, bien alimentados, hablando entre ellos, sonriendo. Mucho muy diferente a lo que había visto en la primera puerta.
Las personas de la segunda puerta habían aprendido
que el mango de la cuchara no te permite alimentarte… pero sí te permite
alimentar a tu vecino.
Y así aprendieron todos a alimentarse unos a otros! Eso es el Cielo. Los de la otra mesa, por
otro lado, solo piensan en sí mismos, no piensan en el que está a su lado o el
frente. Eso es el Infierno.
El hombre santo entendió. El infierno y el paraíso son iguales en estructura… La diferencia la hacemos cada uno de nosotros. Con nuestra actitud generosa o egoísta podemos hacer de nuestro medio un Cielo o un Infierno.
Esta enseñanza se puede aplicar en toda la vida, desde la vida en familia, en el trabajo, en el mundo en general.
La tierra es esa mesa redonda colmada de bienes. Hay suficiente de todo para satisfacer las necesidades de todos, pero parece que no basta para satisfacer la codicia de algunos. ¿Cuantas veces has oído decir que la riqueza del mundo se concentra en unas cuantas familias? Unos cuantos tienen todo y unos muchos tenemos poco o nada. Unos tienen la cuchara llena pero no la comparten.
De esa forma el mundo es el infierno del cuento, porque así lo hemos hecho.
Solo la gente que aprende a compartir puede ser feliz. Solo la gente que entiende que necesita de todos los demás y que los demás necesitan de él podrá ser feliz… Pero no son muchos los que esto entienden… o quieren entender.
Oye bien, Nadie puede ser verdaderamente feliz si ve que hay infelicidad y sufrimiento a su derredor y no hace todo lo posible por remediar el sufrimiento de los demás.
Nuestra codicia no solo nos ha hecho arruinar el progreso de los demás, sino que nos ha llevado a destruir los bienes que la Naturaleza, esa grande mesa de suculentos manjares para el cuerpo y para el alma, nos ofrece. ¡Ambiciosos, ciegos y pendejos!
Sí, señor, a nadie hay que culpar, ni siquiera al diablo; hemos sido los humanos en nuestra infinita pendejez los que hemos escogido hacer del mundo un infierno, cuando bien fácil podíamos convertirlo en un cielo, cambiando de actitud hacia los demás… No, no es cuestión de religión y sermones, es cuestión de sentido común. ¿Que no te das cuenta que muchas de nuestras religiones en lugar de enseñarnos a vernos todos como hermanos en el mundo, nos han vuelto enemigos mortales unos contra todos y todos contra uno?…Ve la historia… y ve el presente.
Tenemos que cambiar de actitud. Empieza en tu casa en tu familia, en tu trabajo…Tú puedes hacer la diferencia. No pienses nomás en ti, piensa en los demás y todos, hasta los malos, saldremos ganando. He dicho… y si no te gusta andas ‘herrado’
(Sutilmente te están diciendo qué si no te gusta eres un animal)
No te conformes con leer, piensa, medita…
Salud y saludos.
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