Los cambios son duros. Dejar atrás viejos modos, aunque sean tóxicos, no es sencillo. El actual debate migratorio no sólo puede resultar en la primera reforma de nuestras leyes de inmigración en casi 30 años sino que paralelamente expone la lucha interna republicana por su propia reforma: entre quienes quieren rescatar al Partido Republicano de la irrelevancia a nivel federal, y quienes permanecen aferrados al pasado.
Marco Rubio, el senador republicano de Florida e integrante del Grupo de los Ocho que presentó un proyecto bipartidista de reforma migratoria en el Senado, ha emergido como líder central en los dos intentos: el de aprobar la reforma migratoria y el de transformar un Partido Republicano que tiene que atraer minorías para sobrevivir políticamente y la reforma migratoria le ofrece esa posibilidad.
De no ser así, ni Rubio ni otros republicanos estarían arriesgando el pellejo para tratar de impulsar una reforma migratoria favorecida por los votantes estadounidenses en general y por los votantes latinos en particular, pero rechazada por un sector ultraconservador.
Incluso Rubio, favorito del Tea Party y la esperanza republicana que tiene la mira puesta en las elecciones de 2016, se está topando con el furor de la maquinaria ultraconservadora opuesta a reformar el partido y mucho menos si para lograrlo hay que apoyar una reforma migratoria.
Figuras ultraconservadoras que movilizan a la base, como el locutor Rush Limbaugh, cuestionan la estrategia republicana argumentando que los votantes latinos, sobre todo los futuros potenciales votantes hispanos que puedan resultar de un plan de legalización bajo la reforma migratoria, apoyarán a los demócratas y no a los republicanos.
Pero figuras como Rubio y el senador republicano de Arizona, John McCain, parecen ser de la postura de que quien no arriesga no gana, y aunque quizás inicialmente sean los demócratas los más beneficiados, eso no implica que los republicanos no puedan competir efectivamente por el botín electoral latino. Antes, empero, tienen que demostrar que dejaron de ser el partido que sataniza a los inmigrantes y por asociación, ofende a los hispanos.
Pero ahora que el debate migratorio arrancó y en una semana comienza el proceso de deliberación y enmiendas al plan del Grupo de los Ocho en el Comité Judicial del Senado, la lucha por votos republicanos no será fácil. En el panel Judicial y en el Senado se han demarcado claras divisiones entre los republicanos que apoyan la reforma, ya sea por convicción o porque la ven como la tabla de salvación del partido en su lucha por el voto latino, y los acérrimos opositores que nunca la apoyarán.
En la Cámara Baja, donde todavía no se presenta el plan de un grupo bipartidista de congresistas, el pasado jueves el presidente del Comité Judicial, Bob Goodlatte (R-VA), anunció que se considerarán proyectos migratorios individuales en una estrategia que puede tener dos interpretaciones: adelantarse a la presentación de un plan bipartidista y proponer medidas individuales con el fin de dilatar el proceso y descarrilar la reforma.
Es en la Cámara Baja donde la lucha interna republicana es más evidente y donde el liderazgo republicano será puesto a prueba.
Tomemos a dos congresistas republicanos del mismo estado, Wisconsin: F. James Sensenbrenner, autor de la dudosamente célebre medida antiinmigrante conocida como la Ley Sensenbrenner, quien ya vaticina que la reforma no saldrá viva de la Cámara Baja (ejemplo vivo de viejos modos), y Paul Ryan, el ex candidato a la vicepresidencia en 2012 en la mancuerna con Mitt “Autodeportación” Romney, quien dio un viraje y ahora defiende la reforma migratoria junto al demócrata Luis Gutiérrez.
Ryan y Rubio entienden que la reforma puede ayudar a su partido.
En este juego de ajedrez, la reforma migratoria y la reforma del Partido Republicano se mueven paralelamente tratando de impedir que los antiinmigrantes las descarrilen a las dos. ¿Quién dará el jaque mate?
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